Seguro que os suele pasar eso de quedaros sin tiempo en vuestro día a día para todo lo que queréis o tenéis que hacer. Entre trabajo, estudios y otras obligaciones, es difícil sacar tiempo para todo, y al final siempre hay algo que se queda en el tintero, como ese entrenamiento en el gimnasio, esas partidas a la consola, o ver un nuevo capítulo de la serie que estáis siguiendo; eso, cuando no se trata de algo de mayor importancia. Algo parecido es lo que le ocurre al luchador protagonista de Punch Club.
Análisis de Punch Club en Xbox One
Él no es luchador profesional, pero las artes marciales son por completo su vocación. Algo que le viene de familia, y algo que en cierto modo, piensa que le debe a su padre fallecido por problemas turbios relacionados con el mundillo de la lucha clandestina. Lo de seguir sus pasos, o no, va a ser cosa nuestra, pero lo de convertirse en un gran luchador es un sueño que viene directamente de nuestro protagonista.
Su problema, como comentaba, es que no se gana la vida directamente de la lucha, por lo que su tiempo para conseguir superarse a sí mismo se encuentra bastante limitado, y los sacrificios son necesarios. A pesar de su apariencia y esta presentación, Punch Club no es tanto un juego de lucha, como una especie de simulador de ser luchador, en el que deberemos guiar el día a día de nuestro personaje hasta conseguir hacerle triunfar. Esto está combinado por parte de Lazy Bear Games, sus desarrolladores, con un aspecto pixelado y retro, y humor.
Este es de hecho uno de los atractivos de Punch Club, que cuenta con un diseño inspirado en clásicos de acción de principio de los 90, tanto dentro de los videojuegos como en el cine, del que también rasca un montón de influencias y referencias. Aunque a su vez sabe desmarcarse muy bien de estos por basarse en realidad, bajo estas apariencias, en un interesante juego de gestión.
Es decir, no vamos a luchar por nosotros mismos. Nuestro trabajo consistirá en guiar al personaje en sus diferentes rutinas para intentar lograr la mejor versión de sí mismo y vencer en los combates a los que vayamos teniendo que hacer frente. Para esto el juego se sirve de tres ramas bien diferenciadas entre sí: trabajo, descanso y entrenamiento. En las dos primeras no obtenemos progresos, pero son necesarias para recuperar energía y dinero, respectivamente. Entrenando es como conseguimos mejorar las tres características del personaje: fuerza, resistencia y agilidad. De ellas, junto de la combinación de habilidades y progreso que hayamos logrado en estas, dependerá que logremos vencer en más o menos combates.
De esta forma se crea un círculo vicioso que a la larga puede convertirse en algo repetitivo, pero que en realidad resulta bastante ingenioso, por obligarnos a ir probando entre diferentes combinaciones hasta conseguir aprovechar al máximo el tiempo para ir superando cada reto. La cuestión del tiempo es lo más importante, ya que trabajar es necesario para conseguir comida y otros productos importantes para progresar, pero a su vez perdemos energía que deberemos recuperar descansando y las características que obtenemos entrenando; y también está por ahí la felicidad del personaje, que deberemos cuidar de vez en cuando con otras acciones como ver la televisión.
El plato fuerte, y donde podremos comprobar si realmente hemos hecho los deberes correctamente, está en los combates, que son automáticos pero cuentan con un punto de estrategia que tiene cierta repercusión. A todo esto debemos sumarle la posibilidad de progresar dentro de varias historias diferentes. El juego no nos obliga a ninguna de ellas, por lo que de nosotros dependerá qué tipo de luchador queremos llegar a ser.
Conclusión
Punch Club consigue atrapar muy bien si te gustan los juegos de gestión. A la larga puede hacerse un poco pesado, pero tiene ese punto de obsesión que hace que nos sigamos comiendo la cabeza con cuál será el mejor modo de afrontar la rutina para cumplir los objetivos y vencer en los combates. Es divertido, inteligente y adictivo, y un buen juego con el que contar en el disco duro para dedicar esos ratos vacíos y, por qué no, también otros más largos.